La primera vez que vine a
Vallarta y la primera vez que la dejé, me sentí fascinada, hechizada por su
belleza y por su calidad de vida, la amabilidad de unas gentes quizá demasiado
acostumbradas a un tipo de turismo que promueve el despilfarro y los amigos que
me fui topando. Yo era más idealista, más inexperta, más impresionable y tenía
más ansias de libertad. He vuelto más vieja aunque jóven y más aburrida de todo. Sin embargo, Vallarta tiene la capacidad de dar la vuelta a la tortilla, sea como sea ésta.
No es la ciudad más genuina de
México ni la más rica en tradiciones. Tampoco es la ciudad que mejor refleja la
realidad social del país. Puede que la gente que te encuentres por las calles
se fije más en tu cartera que en el diálogo. Ni siquiera es la ciudad más
ecológica. Puerto Vallarta oculta, tal vez disimuladamente, la cara oscura
característica de las ciudades turísticas que mueven dinero. Hay lujos, hay
drogas, hay corrupción y derroche. Hay fraudes, hay sobornos, hay muchos
jóvenes gringos alcoholizados entrando y saliendo de gigantescos antros de
música barata donde mujeres mexicanas en bikini actúan de relaciones públicas
ofreciendo barra libre de tequila de garrafón durante toda la noche. Hay
prostitutas y chicas de compañía y pobreza barnizada de autenticidad.
Pero Vallarta desprende un
encanto especial. Es una ciudad nueva, apenas cumple los 100 años. Pero sus
callejuelas centrales, en especial las de la ciudad vieja, están impregnadas de
sabor. Sus fachadas blancas contrastan con los colores vivos de las buganvillas
y otras plantas ornamentales. Sus calles adoquinadas están surcadas de raíces
de árboles frutales de distinta clase, algunos de ellos no pueden abarcar
tantos frutos en sus ramas y éstos caen y se amontonan en la calzada. El olor a
mar lo llena todo. El pacífico se extiende imponente por la bahía, y
contemplado desde lo alto del cerro, ocupa todo lo que abarca la vista. Reina
una especie de equilibrio con la naturaleza. Aquí y allá se escuchan pájaros de
toda clase, es frecuente tener encontronazos con ardillas e iguanas en los
lugares más insospechados. Vagan a sus anchas por las calles de las laderas de
los cerros y los alrededores del río Cuale.
Las horas transcurren amables y
alegres, lentas, arrastrando el calor del día y dejándolo marchar a la noche,
cuando el sol se oculta y se comienza a notar algo de frescor salado. Las
calles más céntricas y tradicionales, frecuentemente pobladas por locales,
sorprenden por su tranquilidad. Un par de calles centrales que recorren la
ciudad desde la marina y flanquean los grandes complejos turísticos de las
zonas más nuevas y monstruosas son las principales arterias del tráfico. Más
allá de ellas, no retumban los motores de los coches. Se puede caminar
tranquilamente, a la hora que sea, incluso de madrugada. Hay momentos del día
en los que solo se escucha el rumor de las hojas de las palmeras cuando el
viento se cuela por sus entresijos y se pueden percibir sonidos arrastrados por
el viento de algún punto lejano de la playa. El graznido de zanates y gaviotas.
Música de algún comercio. El ruido ahogado de un grupo de gente paseando por el
malecón. Pero estos sonidos llegan atenuados a las calles en cuesta de las
colinas de la ciudad.
Las puestas de sol de Vallarta
son sin duda las más hermosas que he visto nunca. Los días de mayo y junio, el
sol adquiere colores neones al esconderse entre las nubes durante el ocaso. La
ciudad se tiñe de tonos rojizos y anaranjados. Todo parece estar en orden y el
mundo parece un lugar perfecto. Entonces, el malecón cobra vida. Todo tipo de
espectáculos callejeros se ofertan, los artistas exhiben sus cuadros, los mimos
interpretan su papel, se escuchan guitarras, conciertos de música clásica o
jazz, se venden crepas, camote, elotes y tamales. Tacos de pastor y arrachera,
de cabeza, tripas u ojo. Nieves de distintos sabores. Agua de jamaica.
Micheladas y mojitos. Panes y tartas. Pinchos de camarón. Ceviche de marlin en
tostada. La calle parece comestible.