Buscar este blog

lunes, 30 de diciembre de 2013

Tributo a Vallarta (II)

La primera vez que vine a Vallarta y la primera vez que la dejé, me sentí fascinada, hechizada por su belleza y por su calidad de vida, la amabilidad de unas gentes quizá demasiado acostumbradas a un tipo de turismo que promueve el despilfarro y los amigos que me fui topando. Yo era más idealista, más inexperta, más impresionable y tenía más ansias de libertad. He vuelto más vieja aunque jóven y más aburrida de todo. Sin embargo, Vallarta tiene la capacidad de dar la vuelta a la tortilla, sea como sea ésta.

No es la ciudad más genuina de México ni la más rica en tradiciones. Tampoco es la ciudad que mejor refleja la realidad social del país. Puede que la gente que te encuentres por las calles se fije más en tu cartera que en el diálogo. Ni siquiera es la ciudad más ecológica. Puerto Vallarta oculta, tal vez disimuladamente, la cara oscura característica de las ciudades turísticas que mueven dinero. Hay lujos, hay drogas, hay corrupción y derroche. Hay fraudes, hay sobornos, hay muchos jóvenes gringos alcoholizados entrando y saliendo de gigantescos antros de música barata donde mujeres mexicanas en bikini actúan de relaciones públicas ofreciendo barra libre de tequila de garrafón durante toda la noche. Hay prostitutas y chicas de compañía y pobreza barnizada de autenticidad.

Pero Vallarta desprende un encanto especial. Es una ciudad nueva, apenas cumple los 100 años. Pero sus callejuelas centrales, en especial las de la ciudad vieja, están impregnadas de sabor. Sus fachadas blancas contrastan con los colores vivos de las buganvillas y otras plantas ornamentales. Sus calles adoquinadas están surcadas de raíces de árboles frutales de distinta clase, algunos de ellos no pueden abarcar tantos frutos en sus ramas y éstos caen y se amontonan en la calzada. El olor a mar lo llena todo. El pacífico se extiende imponente por la bahía, y contemplado desde lo alto del cerro, ocupa todo lo que abarca la vista. Reina una especie de equilibrio con la naturaleza. Aquí y allá se escuchan pájaros de toda clase, es frecuente tener encontronazos con ardillas e iguanas en los lugares más insospechados. Vagan a sus anchas por las calles de las laderas de los cerros y los alrededores del río Cuale.

Las horas transcurren amables y alegres, lentas, arrastrando el calor del día y dejándolo marchar a la noche, cuando el sol se oculta y se comienza a notar algo de frescor salado. Las calles más céntricas y tradicionales, frecuentemente pobladas por locales, sorprenden por su tranquilidad. Un par de calles centrales que recorren la ciudad desde la marina y flanquean los grandes complejos turísticos de las zonas más nuevas y monstruosas son las principales arterias del tráfico. Más allá de ellas, no retumban los motores de los coches. Se puede caminar tranquilamente, a la hora que sea, incluso de madrugada. Hay momentos del día en los que solo se escucha el rumor de las hojas de las palmeras cuando el viento se cuela por sus entresijos y se pueden percibir sonidos arrastrados por el viento de algún punto lejano de la playa. El graznido de zanates y gaviotas. Música de algún comercio. El ruido ahogado de un grupo de gente paseando por el malecón. Pero estos sonidos llegan atenuados a las calles en cuesta de las colinas de la ciudad.


Las puestas de sol de Vallarta son sin duda las más hermosas que he visto nunca. Los días de mayo y junio, el sol adquiere colores neones al esconderse entre las nubes durante el ocaso. La ciudad se tiñe de tonos rojizos y anaranjados. Todo parece estar en orden y el mundo parece un lugar perfecto. Entonces, el malecón cobra vida. Todo tipo de espectáculos callejeros se ofertan, los artistas exhiben sus cuadros, los mimos interpretan su papel, se escuchan guitarras, conciertos de música clásica o jazz, se venden crepas, camote, elotes y tamales. Tacos de pastor y arrachera, de cabeza, tripas u ojo. Nieves de distintos sabores. Agua de jamaica. Micheladas y mojitos. Panes y tartas. Pinchos de camarón. Ceviche de marlin en tostada. La calle parece comestible. 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Crónica de la luna en Navidad

La luna, asomada en su atalaya solitaria, contempla cómo quieren eclipsar su brillo los de abajo. Ella, que ha sido testigo de incontables noches, musa e inspiración de muchos,  hoy dolida se siente olvidada. Su orgullo se resiente ante la indiferencia a la que está sometida. Todas esas lunas de imitación, patéticas, baratas, en cada esquina, en cada calle. Llora sin que nadie la escuche. Vieja gloria en decadencia. Quisiera mostrar su cara oculta, más gélida y hostil, pero está condenada a brillar por siempre.





miércoles, 11 de diciembre de 2013

El interruptor.

A veces basta con el olor familiar de un plato que te gusta, o la mezcla de vapores del antro al que acudías los viernes por la noche. A veces el frío cortante al atravesar una calle conocida pero olvidada en plena mañana de invierno. O la ruta que seguías para ir a la universidad. La impaciencia al esperar el metro en el andén. La ilusión de llegar y comprobar que queda 1 minuto. O la mala ostia frente al paso lento por la calle atestada. Las luces parpadeantes. Los tonos muy altos de voz de una tasca cualquiera. Los tintos entre carcajadas. El pincho de tortilla de aquel bar o el acento de la gente que habla a voces por el centro. El olor a leña quemada de esos barrios que parecen pueblos. Los balcones de hierro forjado. El chocolate con churros. Las ganas de música en vivo. Las colas absurdas del ropero. La gente que tirita mientras fuma a altas horas de la madrugada a la salida de algún bar. Los que mean en la calle. Las pintadas que mandan a la mierda a los políticos. Los policías absurdos que multan por latas de cerveza. Los chinos que las venden. Ahora también venden samosas. Los talleres gratis ofertados en algún centro cultural que antaño fue fábrica. Los carteles que anuncian eventos, ajados, despegados, que infestan las paredes de las callejuelas. Los take-aways. Las camisas vaqueras ochenteras de las tiendas de segunda mano. Los kioskos o los que venden globos disfrazados de versiones macabras de los personajes de Disney. Los calamares de toda la vida o las tapas fusión. Los libros amontonados en los puestecitos de algunas calles tradicionales, o los que regalan en cafeterías vanguardistas. Las nucas rapadas y los flequillos lánguidos. Los atuendos de las punkis que no quieren envejecer. Los brazos tatuados. El olor a roscón de reyes de algunas calles castizas (aunque no sea Navidad, esas calles siempre huelen así).

A veces todo eso basta para accionar un interruptor. El interruptor que te hace querer formar parte de todo eso, así, de manera inexplicable, de repente.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Haz algo.

¿Harto de leer quejas y estados de Facebook sobre lo mal que va el mundo? Nos encanta quejarnos y frecuentemente disolvemos nuestro complejo de culpabilidad escribiendo cuatro palabras rabiosas en alguna red social y pulsando el botón de compartir, pero rara vez pasamos a la acción. Es fácil adoptar una actitud de abandono y desesperanza: las cosas ya están negras, para que mover un dedo si no es para clickear el ratón...Es la postura más cómoda cuando las cosas no nos gustan, una forma de escapismo, de eludir responsabilidades y quedarnos tan anchos, sentirnos por encima del bien y del mal y adquirir una actitud egoísta como algo natural. Finalmente, damos la bienvenida al pasotismo (nada tiene sentido, luego mejor no hacer nada).

No me exculpo, también he adoptado esa actitud en ocasiones. Suele ocurrir que se quiere empezar a lo grande, y una se frustra al comprobar que posiblemente la acción de una sola no basta  para cambiar el mundo. Pensamientos como el de "la voz de uno no suele llegar arriba", "querer cambiar el mundo es una utopía de ingenuos ", "los hilos del mundo los manejan unos pocos buitres" y "nos tienen agarrados de las pelotas" suelen filtrarse poco a poco entre el entusiasmo de los optimistas y junto a comentarios condescendientes de amigos (ay, que idealista eres!) con sus previos chasquidos de lengua, pueden conducir a la desmotivación.

Hoy más que nunca comprobamos que la acción de uno puede convertirse en ejemplo de muchos. Hoy en día la tecnología permite a la gente encontrar a otras personas con las mismas inquietudes y actitudes, organizarse y llevar a cabo acciones conjuntas que tienen más peso a nivel global. Se trata de empezar desde abajo para llegar hasta arriba, desde dentro para llegar hasta afuera: con acciones locales o regionales cuyos efectos sumados alcanzan objetivos más ambiciosos.  Es el caso de organizaciones como México haz algo (http://www.mexicohazalgo.org), constituida por un conjunto de gente preocupada por el estado medioambiental del país que emprende distintas acciones de cara a preservar sus ricos ecosistemas. Son distintas las iniciativas llevadas a cabo, desde minimizar la contaminación atmosférica hasta promover la educación ambiental entre los más pequeños. Asimismo, proporciona información y noticias de actualidad sobre distintos temas concernientes a la salud ambiental, no solo a nivel nacional, si no a nivel global. Diesel, biocombustibles, biodiversidad, especies amenazadas...son muchos los temas abordados y son varias las opciones que proponen para colaborar.Las escusas para no levantar el culo de la silla se nos van quedando cortas.http://www.mexicohazalgo.org/banner/88x31negro.gif

miércoles, 31 de julio de 2013

Treinta de julio

Hoy la tormenta me agarró al salir del aula. Reí como niña chica. Me descalcé por que el suelo del campus estaba totalmente encharcado y el agua dificultaba el camino en chanclas. Me dediqué a correr hacia la salida hasta que me di cuenta de que por más que corriera no me iba a salvar de un buen chapuzón. Tampoco me importaba. Abracé ese momento como si fuera lo mejor que me pasara en años. Deseé tener la cámara a mano. El paisaje era onírico. Una luz tenue anaranjada del ocaso impregnaba el escenario desierto y sólo se escuchaba el rugido de la lluvia. Un regalo para mis sentidos embotados tras horas sentada con la mirada fija en una pantalla de ordenador. La superficie del estanque estaba difusa. Era un baile de gotas de agua. Por fin se habían callado los zanates. Magia. Al salir del campus me tropecé con una manada de vacas que quería cruzar la carretera. Ellas también parecían disfrutar el baño.

Pagué mi pasaje de autobús ante los burlones ojos del conductor y me senté inmersa en una burbuja de modorra. Durante todo el trayecto, en mi mente solo resonaron los ecos del rugir del agua. No importa lo aburrido que haya sido el día, la naturaleza siempre sabe recompensar. 

sábado, 8 de junio de 2013

En el país del Siga Nomás.

Crucé el charco.
 
Releo entradas anteriores y aunque inicié al blog hace poco mas de un año, parece que hayan pasado siglos desde que viví todo lo que cuento.
 
 Durante todo este parón de hojas en blanco, me las arreglé para vivir en Berlín, en Quito y finalmente acabé en Vallarta, que es dónde quería estar desde un principio (shhh. Es secreto).
 
Salí de esa monotonía de la que hablaba con cabreo en una de mis entradas, y comencé una etapa algo frenética.
 
Formé parte de esa horda de jóvenes españoles que van a Berlín a "aprender alemán". Aprendí poco alemán pero me empapé de la cultura musical de la ciudad. Clubs, discotecas y Open Airs, vaya. Al igual que todos los españoles que van a "aprender alemán" a la ciudad durante el verano. Pero yo no me quedé a trabajar. Ich bin Veronika, ich komme aus Spanien. Recuerdo con especial cariño a mis compañeros de piso. Eran como el tópico berlinés. Reportera de moda, aprendiz de organizador de eventos.
 
Viajé a Quito a empezar un máster en Conservación de Biodiversidad en Áreas Naturales Protegidas Tropicales. Suena cojonudo, eh? Pues salió rana. Los recortes en educación de España, a modo de oleada de apestoso hedor a mierda, alcanzaron los 2800 msnm de la mitad del mundo. La calidad del máster se vio resentida y no nos daban ni para el viaje de una hora de autobús hasta el parque al que íbamos a colocar huevos de plastilina en nidos falsos para engañar a los depredadores. En anteriores ediciones, las prácticas se desarrollaban en flamantes estaciones biológicas en la Amazonía ecuatoriana, y constaban de una calidad académica envidiable, o eso contaban ante nuestros dientes largos.
 
Mis primeros días en Quito transcurrían en un mundo limitado: entre la universidad (programas informáticos, análisis de datos, estadística y powerpoints) y mi casa o la de vecinos del mismo barrio. Un barrio gris. Un tráfico crispante. Un ruido ambiental insoportable. La manía de la gente de pitar, de vociferar, de vender todo tipo de cosas con bocinas y eslóganes insufribles vomitados desde una grabación, y a todas horas el ladrido de los perros-vigía de cada casa, las alarmas comunitarias que sonaban y resonaban prácticamente todas las noches. Colesterol urbano. Calles atestadas de coches. Cuestas. Mal de altura. El constante regateo. Polución.
 
La ciudad del ruido. El barrio del pollo frito.
 
Me costó adaptarme.
 
Sentía la cabeza pesada. Los sentidos embotados. El cerebro adormecido. No sabía dónde ponía el pie. A veces no entendía ni lo que me decían.
 
Me sentó como el culo la ciudad las primeras semanas.
 
Agradecía enormemente cualquier escapada de fin de semana a algún paraje maravilloso o me bastaba con cualquier borrachera. La cuestión era irme.
 
En los siguientes meses y poco a poco, fui descubriendo sus encantos. Cada vez pasaba menos tiempo en el ghetto y más tiempo en el corazón de la ciudad (el centro histórico, la plaza Foch y sus alrededores, la Carolina, El Ejido...), que es donde se cocía la vida. Un movimiento cultural emergente. Gente maravillosa. Ruido atenuado. Puestos callejeros. Comida. Flores. Colibríes.  Tráfico, pero menos. Conciertos. Cine. Otros barrios que conocer. Calles con sabor. Encanto.
 
Quito era otra cosa. Yo era la engañada. La ignorante del barrio del pollo Broaster y los karaokes oscuros.
 
Volcanes que amanecen entre nubes rosadas y que velan la ciudad con sus cumbres cubiertas de nieve.
 
Bruma. Sol abrasador. "La ciudad sin sombras"
 
Ecuador es una pequeña joya verde que todo el mundo quiere explotar. La sobrevuelan buitres adinerados. Ecuador tiene tantos recursos que cuesta creer que exista gente con hambre. Muchos de esos recursos, la mayoría, no se quedan en Ecuador.
 
Ecuador es un país megadiverso. Solamente su región amazónica cuenta con casi la mitad de especies de toda la Amazonía. Sus escenarios cambian radicalmente a lo largo de sus tres regiones: oriente, sierra y costa. Selva, Andes y playas de arenas claras bordeadas por cocoteros. Fruta, pesca y petróleo. Zonas sagradas. Conflictos.
 
El país es el orgulloso dueño de las islas que hicieron famoso a Darwin.
 
Ecuador tiene lagos de agua turquesa en los cráteres de volcanes. Cumbres escarpadas y abruptas de temperaturas imposibles. Cóndores. Páramo. Osos de anteojos. Iguanas marinas. Tierras que parecen fruto de la fantasía de Tolkien. Jaguares. Árboles que sujetan el cielo. Verde sobre verde. Mucha humedad. Ranas de colores. Setas mágicas. Plantas de poder. Una comunidad afroecuatoriana de niños sonrientes que juegan con las conchas. Algunos tienen ojos azules y pelo rubio. Encocado de pescado. Tiburones. Frutas de nombres impronunciables. Gentes de pieles curtidas. Alpaca. Vicuñas.  Acento costeño. Acento serrano. Cumbia. Baile. Caña manabita.
 
A Ecuador solo le falta tomar las riendas de su situación, y el buen queso. Y un poquito de organización. Un poquito nomás.
 
 

Flores de páramo, Rucu Pichincha

Un tallo peludo, Mindo


Una mujer enojada con sopa, Centro histórico de Quito

Cielos de neón en la costa Manabita

Plantas de páramo, en macro, Rucu Pichincha
 
 Más plantas de páramo, en macro, Rucu Pichincha

Leones marinos pegándose la buena vida, Galápagos

Una rana abducida, Baeza

Charco ferroso en Baeza

Atardeseres tropicales, Canoa

La sangre del pez, Puerto López

La trágica pesca del tiburón, Puerto López

Los manglares de La Tola, Esmeraldas

Lugareña de Papallacta, dueña de un neblinómetro (Que qué es? anda e investiga.)

miércoles, 19 de septiembre de 2012

David Hockney: a bigger picture.





































Paisajes de colores oníricos y otras cosas que mueven cosas. En exposición hasta finales de Septiembre en el museo Guggenheim (Bilbao). Merece la pena y sobre todo ver las obras en su tamaño natural.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Llamamiento para salir a vivir


La lluvia inspira. Estaba en la cama tumbada, con el portátil en el regazo, preguntándome por qué coño no era capaz de escribir, de querer expresar o compartir algo. No son los días más fáciles de mi vida. Paradójicamente, si lo son.

No te has puesto a trabajar de azafata, promotora o alguna mierda similar con la excusa de que tienes que disfrutar de lo que te queda en tu hogar antes de empezar el máster y cruzar el charco. Ni has pensado en un curro serio por que –satisfecha- piensas que ninguna secta comercial te va a querer contratar para menos de un mes. Al principio, la vida del “todo mascado” puede molar, pero a la larga –estoy segura- te atrofia el cerebro hasta convertirlo en una convulsionante plasta amorfa. La ciudad que conoces como la palma de tu mano, la casa familiar, las rutinas de cada uno. Los días relajados pero monótonos pasan como la mantequilla, un poco de playa, de sofá, de las mismas cafeterías, los mismos escenarios,  buen comer, salir de marcha en los bares de siempre con música mierdera y poco elaborada hecha para gustar, ninguna dificultad, ningún desafío, pocos estímulos.  Te pones a escribir estupideces por que la inactividad mental te mata, a pensar sobre qué eres y que has dejado de ser, a observar críticamente a la gente de alrededor mientras te atiborras a galletas de chocolate viendo alguna mierda de telecinco apoltronada en el sofá y aliviándote con pensamientos del tipo “esto acabará pronto” “es pasajero”, “solo necesitabas un respiro”. Y quedas atrapada en un acolchado zulo de vagancia, vagancia peligrosa que se adhiere a la piel como los hilos de una tela de araña pegajosa mientras piensas, aterrada, lo fácil que es entrar en esa dinámica. Pero (me) reconforta pensar que una mismo tiene el poder de cambiar lo ordinario por lo extraordinario. Aunque sorprende pensar en lo común que es caer en lo fácil. Un día uno cae en ese zulo de rutina insulsa sin darse cuenta y lo acaba convirtiendo en su estilo de vida. Y lo aterrador es que hay quienes se atreven a llamarlo buena vida y se olvidan de vivir, sentir o innovar.



lunes, 9 de julio de 2012

Mis pinitos

Resumen del curso de iniciación a la fotografía